En pocas palabras, el resentimiento surge de una igualdad prometida y nunca alcanzada; y esto es algo que sólo se da entre humanos.
La muerte quiere muerte. Se muere mejor si se sabe que a otros les pasa lo mismo. Es bueno oir que no se está solo en la tumba. Soy el guardián de ese resentimiento colectivo.
Porque es tocando fondo, aunque sea en la amargura y la degradación, donde uno llega a saber quién es, y donde entonces empieza a pisar firme.
Penas hay tan secretas en nuestra vida, con que sangra por dentro tan honda herida, que el tiempo que remedía toda amargura a ésta sola adormece, pero no cura.
El viaje se transforma en una estrategia para acumular fotografías. La actividad misma de fotografiar es tranquilizadora, y atempera esa desazón general que se suele agudizar en los viajes.
Uno nunca sabe lo que va a suceder. Y es hermoso que uno nunca lo sepa. Si fuera predecible, no valdría la pena vivir la vida. Si todo fuera como te gustaría que fuese y si todo fuera una certeza, no serías un hombre, serías una máquina. Sólo existen certezas y seguridades para las máquinas.
Es una pena la cantidad de cosas de las que nosotros hemos disfrutado y que no van a poder ver nuestro hijos.
El llamado ejercicio del poder se parece mucho al ejercicio funámbulo de la cuerda floja, es una angustia que no cesa, la esperanza de un futuro mejor que no existe, un presente ahogado entre el escozor de ayer y la incertidumbre de mañana.
En vano escarba el soñador en sus viejos sueños, como si fueran ceniza en la que busca algún rescoldo para reavivar la fantasía, para recalentar con nuevo fuego su enfriado corazón y resucitar en él una vez más lo que antes había amado tanto, lo que conmovía el alma, lo que enardecía la sangre, lo que arrancaba lágrimas de los ojos y cautivaba con espléndido hechizo.