El literato de puerta cerrada no sabe nada de la vida. La política, el amor, el problema económico, el desastre cordial de la esperanza, la refriega directa del hombre con los hombres, el drama menudo e inmediato de las fuerzas y las direcciones contrarias de la realidad, nada de esto sacude personalmente al escritor de puertas cerradas.
El narrador no debe facilitar interpretaciones de su obra, si no, ¿para qué habría escrito una novela, que es una máquina de generar interpretaciones?
No hay lector que le dicte a un narrador honesto lo que debe escribir. Hay, si, un lector que está allí enfrente del escritorio y que es más inteligente que yo y puede juzgar. Es un lector ideal, claro. Con él me mido. Pero, de alguna manera, está hecho a mi semejanza.
Para salvar a esta especie de mamíferos en vías de extinción hay que llevar al dramaturgo al escenario: ese es su hábitat. Los que quieren continuar recluidos en sus escritorios y sus diccionarios, es mejor que se extingan. La fauna no habrá perdido nada.
Sólo el médico y el dramaturgo gozan del raro privilegio de cobrar las desazones que nos dan.
El narrador siempre extrae de la experiencia aquello que narra; de su propia experiencia o bien de aquella que le han contado. Y a su vez lo convierte en experiencia de quienes escuchan sus historias. El novelista en cambio se halla aislado. El lugar de nacimiento de la novela es el individuo en soledad.
Veo al novelista como a una combinación de prospector de metales y orfebre. El novelista debe descubrir el potencial, la mina de oro, del alma del hombre, debe extraer el oro y entonces crear una corona tan magnífica como su habilidad y su visión se lo permitan
Pero de todos modos, y como decía Monsieur Masseras, redactor en jefe del periódico publicado en México en francés, L'Ere Nouvelle, esa desafortunada nación no esperaba sino una sola cosa: un gobierno de orden, de organización y prosperidad, tres palabras, agregaba el periodista, que referidas a México, terreno proverbial de revoluciones y contrarrevoluciones, resultaban por demás irónicas.
La asimilación arbitraria de los hechos va de la mano de la asimilación igualmente arbitraria del lector, que se ve convertido de repente en colaborador de su periódico.
Las grandes obras se deben a fuerzas colectivas excitadas por fuerzas individuales: manos inconscientes allegan materiales de construcción; sólo cerebros conscientes logran idear monumentos hermosos y durables. De ahí la conveniencia de instruir a las muchedumbres para transformar al más humilde obrero en colaborador consciente.
Ser historiador es mi trabajo (...) Estudiar la historia en el momento mismo de su desarrollo, lo que es el periodismo (...) Todo periodista es un historiador.
Lo malo de los reportajes es que uno tiene que contestarle en el momento a un periodista todo lo que no supo contestarse a sí mismo en toda la vida... Y encima pretenden que uno quede como inteligente.
El periodismo al que me dedico, que es el escrito, de plumilla, de articulista y reportera, es un género literario como cualquier otro, equiparable a la poesía, a la ficción, al drama, al ensayo. Y puede alcanzar cotas de excelencia literaria tan altas como un libro de poemas o una novela.
Evita los amigos y protectores ricos y necios. A poco que los trates, te verás convertido en su amanuense o en su lacayo
El valor en la vida es con frecuencia un espectáculo menos dramático que el valor ante el momento final; pero no deja de ser una magnífica amalgama del triunfo y tragedia. Un hombre hace lo que debe -sin importarle las consecuencias personales, los obstáculos, las presiones ni los peligros-, y este es el fundamento de toda moralidad humana.
El fracaso en el teatro es más dramático y feo que cualquier otra forma de escritura. Cuesta tanto que uno se siente muy culpable.
Hay que leer a Quiroga, hay que leer a Felisberto Hernández y hay que leer a Borges. Hay que leer a Rulfo, a Monterroso, a García Márquez. Un cuentista que tenga un poco de aprecio por su obra no leerá jamás a Cela ni a Umbral. Sí que leerá a Cortázar y a Bioy Casares, pero en modo alguno a Cela y a Umbral.
El que nace con la vocación de cuentista trae al mundo un don que está en la obligación de poner al servicio de la sociedad.