Tú, ave peregrina, arrogante esplendor -ya que no bello- del último occidente: penda el rugoso nácar de tu frente sobre el crespo zafiro de tu cuello, que himeneo a sus mesas te destina.
El hombre consecuente cree en el destino; el voluble en el azar.
Ni un solo pensamiento estable había en aquel cerebro, tan voluble como la hoja delgada de una rosa que el viento desbarata. Sus ideas galopaban por países encantados en donde los árboles tienen hojas de esmeralda y frutos de oro.