Cuando penetramos en el cuento de hadas, avanzamos por una galería compuesta íntegramente por espejos con cristales cóncavos y convexos en una mezcla grandiosa y falaz. Un espejo me muestra tan delgado como un alfiler, el siguiente me devuelve una imagen de obesidad aplastada. En el tercero, aparezco dividido por la mitad y ya no soy una persona, sino dos o tres o diez.
Que no me tiembla la mano si tengo que empuñar un micro y poneros de mierda y de grasa hasta el puto culo, a veces os gano tan solo por beberme un litro y volverme a casa preguntando: ¿quién coño es mas chulo? Soy un abraza farolas, un peregrino, mi antigua novia me dijo: Te veo muy desmejorado. Ahora bebo a solas, las penas flotan en el vino, mañana será otro día... otro día igual...
Subí a mi habitación por los polvorientos peldaños de Bunker Hill y pasé ante los edificios forrados de hollín que jalonaban aquella calle en sombras; la arena, el aceite y la grasa asfixiaban las palmeras inútiles que se erguían cual prisioneros moribundos, encadenados a un mínimo pedazo de tierra y con los pies ocultos por el asfalto negro.
La primera captación en serio que tuve de las cosas fue cuando aprendí el arte de pedalear (con la mano) una bicicleta, colocada al revés e impulsé la rueda trasera preternaturalmente ligero. Yo amaba la desaparición de los rayos el modo como el hueco entre el eje y la llanta susurraba transparente...