A D'Oropel no le hacía falta una torre con diez mil trolls acampados alrededor. Le bastaban un libro de contabilidad y su propio ingenio. Funcionaba mejor, salía más barato y por las noches se podía ir de fiesta.
Se consideró en algunos círculos una torre de Babel y, como mucho, un centro para negociaciones diplomáticas con frecuencia infructíferas