Al hablar, como al guisar, su granito de sal.
Es cosa admirable que todos los grandes hombres tengan siempre alguna ventolera, algún granito de locura mezclado con su ciencia.
Me incliné sobre ella y recorrí la piel de su vientre con la yema del dedo. Bea dejó caer los párpados, los ojos y me sonrió, segura y fuerte. Tenía diecisiete años y la vida en los labios