Al mirarla y observar su agradable sonrisa, sintió que la muerte se acercaba de nuevo. Esta vez no fue con ímpetu. Fue una ráfaga, como las que hacen vacilar la luz de una vela y extienden su llama con su gigantesca sombra proyectada hasta el techo.
La mayoría de las mujeres no lloran tanto la muerte de sus amantes por haberlos querido como por parecer más dignas de ser amadas.