La música es un amante dócil y obediente que se somete a todos los caprichos, como la odalisca que para complacer a su señor le ciñe el cuello con el collar divino de sus brazos, o guarda reposa en actitud discreta refrescando la atmósfera con su abanico.
El príncipe puede matar un millar de dragones, pero no puede destruir castillos o destronar reyes. No va con su carácter. Es un hijo obediente que trata, ¡Ay de él!, de ser digno del hombre al que llama su padre.