¿Cómo no será absurdo que cuando uno es feliz no se reconozca con verdad la felicidad que posee por no querer declarar felices a los que viven, a causa de las mudanzas de las cosas y por entender la felicidad, mientras las vicisitudes de la fortuna giran incesantemente en torno de ellos?
Así conversábamos en torno de la mesa del café, sombríos y gozosos de nuestra impunidad ante la gente, ante la gente que no sabía que éramos ladrones, y un espanto delicioso nos apretaba el corazón al pensar con qué ojos nos mirarían las nuevas doncellas que pasaban, si supieran que nosotros, tan atildados y jóvenes, éramos ladrones... ¡Ladrones!