Nosotros los revestimos con títulos espléndidos, aunque sean criminalísimos: a éste lo llamamos católico, a aquél serenisimo, a uno ilustrisimo, a otro augusto a todos los denominamos dilectos hijos.
Y cuando César augusto cambió el Estado a una monarquía, asumió ese cargo y él de tribuno del pueblo, es decir, el poder supremo en materias de Estado y de religión.
La corrupción de lo egregio es la peor de las corrupciones.